Si la oposición no hace un análisis verdaderamente autocrítico, incluyendo la campaña y su candidata va derecho a su desaparición, escribe Enrique Quintana.

Por Enrique Quintana

Una de las narrativas más usuales de los candidatos opositores y sus partidarios en la elección del domingo pasado era que en esta elección se jugaba el destino de la democracia mexicana.

Por esa razón, suponían que habría una gran participación ciudadana que iba a conducir a que la mayor parte de las encuestas fallaran, ante la avalancha de votos de quienes iban a emitir su voto a favor de la preservación de la democracia, es decir, a favor de Xóchitl Gálvez.

La historia fue otra.

La tasa de participación ciudadana en esta elección fue de las más bajas de los últimos procesos: 61.04 por ciento del total. Fue menor al 63.4 por ciento de 2018; al 63.1 por ciento de 2012; al 63.97 por ciento del 2000, y fue superior solo al 58.55 por ciento del 2006.

Eso significa que el domingo pasado, 38.35 millones de personas que pudieron emitir su voto, no lo hicieron. Fueron abstencionistas. Representaron el 38.96 por ciento del total. Si hubieran sido un partido, habrían obtenido un cómodo segundo lugar.

Es cierto, la maquinaria política oficial, así como el respaldo ciudadano a las políticas de la actual administración jugaron un papel fundamental para el abrumador triunfo de Claudia Sheinbaum.

Pero, no se puede ignorar que la campaña de Xóchitl Gálvez estuvo lejos de ser inspiradora y condujo a la derrota más humillante para la oposición en México, desde que hay democracia moderna.

En pocas palabras fue un desastre.

La suma de los votos obtenidos por José Antonio Meade y Ricardo Anaya en 2018, fue 5.3 millones superior a los obtenidos por Xóchitl Gálvez. En términos porcentuales ella obtuvo 11.22 puntos porcentuales menos.

Si al menos las personas que votaron por Meade y Anaya hace seis años hubieran votado por Gálvez en esta ocasión, ella hubiera obtenido 9 puntos porcentuales más de los que realmente ganó.

Aún en los estados en los que Morena no ganó las gubernaturas, Claudia sí ganó la elección por un amplio margen.

En Jalisco, le sacó casi 9 puntos a Xóchitl Gálvez; en Guanajuato, la aventajó también por 7.5 puntos porcentuales.

Ya se ha dicho, pero debe subrayarse para entender la dimensión de la derrota opositora: solo en Aguascalientes, Xóchitl obtuvo más votos que Claudia. En las restantes 31 entidades, el triunfo de Claudia fue amplio.

La entidad con la participación ciudadana más elevada fue Yucatán, con un 72.67 por ciento del padrón. Y resulta que allí, en donde más ciudadanos salieron a votar, que era a lo que llamaba la oposición, fue en donde Morena se impuso al candidato del partido en el poder, que parecía amplio favorito.

Otro estado con una sorpresiva alta participación fue Tlaxcala, con 71.04 por ciento del padrón. Pues en ese pequeño estado, Xóchitl obtuvo solo el 14.7 por ciento, una de sus cifras más bajas a nivel nacional.

La Ciudad de México fue la tercera entidad con la tasa de participación más elevada, el 70.34 por ciento, y el triunfo de Claudia sobre Xóchitl fue por 20.66 puntos mientras que el triunfo de Clara Brugada sobre Santiago Taboada fue por 13.4 puntos.

Esto quiere decir que 7.26 por ciento de los electores en la capital, poco más de 400 mil personas, no votaron por Clara, pero sí lo hicieron por Claudia.

Prefirieron a Santiago que a Xóchitl, pero no les alcanzó.

La oposición puede encontrar múltiples factores para explicar su histórica derrota. Puede argumentar que el presidente López Obrador se metió en el proceso; que los programas sociales compraron voluntades; hasta las descabelladas e insensatas afirmaciones que señalan que hubo un algoritmo que cambió los votos.

En el pasado, tuvimos elecciones de Estado, es decir, aquellas en las que el partido en el poder usaba toda su maquinaria para tratar de ganar. Pero con todo y ello, en el año 2000, ganó la oposición.

Porque hizo una mejor campaña y tenía un mejor candidato.

Si la oposición no hace un análisis verdaderamente autocrítico, incluyendo la campaña y su candidata -que parece intocable- va derecho a su desaparición.

Eso no le conviene al país, incluso, tampoco al partido en el poder.